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15 de Octubre del Cte.
Diario La Cruz del Sur
Diario La Cruz del Sur
Bahía Blanca
S/D
Estimado Sr. Director,
El domingo
pasado, con motivo de la final del campeonato provincial de fútbol, hemos
vivido en Urdampilleta acontecimientos de los cuales no se regresa. En mi
carácter de cronista del diario local El Telúrico, he tenido el desgraciado
privilegio de ser testigo de los mismos. Pero mi crónica (de la que adjunto
copia), fue silenciada. Sólo espero que Ud. Sr. Director, le dé a este material
el destino que su conciencia le dicte.
Las fotos que
acompaño (de libre disponibilidad) servirán para ratificar lo expuesto. Como se
imaginará, por ahora mi remitente es itinerante.
Lo saluda atentamente
Hermes T. Carbón
Carnet de periodista Nº 11.719
Adjunto: ocho páginas de crónica y ocho fotos
numeradas y firmadas.
Urdampilleta, -FNGR- 13 de Octubre del Cte.
Con estandarte y redoblante los aguadeños ingresan
cantando por el viejo camino de tierra. El estadio está colmado: los locales,
en las graderías de cemento; los visitantes, rebasando la pequeña tribuna de
madera, a espaldas del arco que da al cementerio. A las 16,05 luego de la
exhibición de los pibes y mientras dos peones repasan a las apuradas algunas
líneas de cal, ingresan los equipos. La banda arremete con el himno y el
escenario se cierra.
La primera
inquietud surge cuando don Carmelo, Director Técnico de La Aguada, recusa a
varios jugadores de Urdampilleta. El árbitro, Víctor Lapegna, de Claromecó,
pasa lista y controla los documentos. Para él, todo está en regla. Don Carmelo
insiste: Acá hay gente que no es quien
dice ser.
Moviéndome en medio del escándalo, consigo
la real formación del equipo local (ver foto adjunta). Urdampilleta salió a la
cancha con: Schott, Ladino y Toncoso; Lopérfido, Camacho y García Guadagna;
Piña; Durañona, Cataño, Porco y Garrahan. No hace falta un gran conocimiento
para saber que buena parte de estos hombres provienen de cuadros nacionales.
Don Carmelo
retira su equipo y el referí solicita por los parlantes la presencia del juez
de paz. El anuncio merece una rechifla y aplausos, pero el juez no aparece.
Lapegna se dirige al micrófono y lee el artículo 28 del reglamento: En caso que un equipo no se presente al
llamado del árbitro o por cualquier motivo se negara a jugar, se le concederán
dos minutos de prórroga, pasados los cuales, de no presentarse, perderá los
puntos.
Presionado
por sus muchachos don Carmelo se aviene a asentar la denuncia en actas para el
conocimiento del Tribunal de Faltas y presenta el equipo bajo protesto. A las
16,45, con ambos equipos igualados en el primer puesto, comienza la esperada
final de la copa Hudson.
La delantera
de La Aguada arranca atada por los nervios. Urdampilleta se adueña del medio
campo. La hinchada visitante, que se había soltado con entusiasmo, pierde
fuerza y a los diez minutos se encierra en un mutismo total. En el campo, sólo
se escucha el fragor de los botines y el silbato. A los doce minutos, los
visitantes ya han cedido varios córners. De pronto, cuando parecía reavivarse
el aliento para La Aguada, en medio de un estrépito de trueno y mientras
Urdampilleta iniciaba un nuevo avance, la tribuna visitante cruje en sus
veintidós hileras de tablones, se inclina y se desmorona hacia atrás,
aprisionando a cientos de personas en medio de una densa nube de polvo. Los
jugadores de La Aguada salen disparados en auxilio de sus partidarios. Los de
Urdampilleta continúan su avance y no paran hasta empujar la pelota a la red.
El árbitro convalida. Casi de inmediato, la cuadrilla de la Federal comienza a
disparar gases hacia la tribuna siniestrada. Anoto la hora: 17,03, y a la
carrera, por entre el gentío, acudo al lugar del desastre. En medio del gas y
los gemidos, con pañuelos mojados sobre la cara, se organiza el auxilio de los
accidentados. La gente del pueblo colabora. Saca a los heridos en improvisadas
camillas hechas con escaleras y cargándolos en chatas y camiones los trasladan
al hospital.
Cuando no
queda más que un reguero de zapatos, ropas y banderas cruzo la cancha y regreso
a la cabina de periodistas donde he quedado solo. Desde allí puedo observar
algo que no había observado desde abajo: buena parte de los partidarios de La
Aguada son arriados por la Federal rumbo al pueblo. Vuelvo sobre mis pasos e
interrogo a un oficial. Los heridos al
hospital, los revoltosos al calabozo, explica. Regreso a la cabina y
continúo mis anotaciones: 17,03, derrumbe de la tribuna visitante: estaba
serruchada en varias partes. Como prueba, este cronista conserva muestras de
aserrín.
Por los
parlantes llega la voz aflautada del intendente para informar que los contusos
del lamentable accidente se reponen
en el hospital y que en pocos minutos más se reanudará el encuentro. Los de La
Aguada solicitan la suspensión. El hombre de Claromecó se dirige al micrófono,
reclama atención, vuelve a recitar el artículo 28 y aclara: El encuentro se jugará con tiempo de
descuento.
Contrariando
a don Carmelo los jugadores visitantes vuelven a la cancha. Los veo disputarse
algunos limones y unas pocas botellas de agua que terminan volcándose sobre el
rostro. A las 17,56 se reanuda el partido. El tablero indica: Urdampilleta 1;
La Aguada 0. Otro es ahora el marco del encuentro. En la tribuna principal, un
menguado gentío; en el sector visitante, unos pocos aguadeños deambulando sin
rumbo entre las tablas quebradas o vociferando hacia la cancha como locos.
Intuyo otro
partido y no voy a equivocarme. En oleadas sucesivas, cambiando de frente en
cada avance, La Aguada teje su bordado urgente. Y arrasa. En menos de cinco
minutos, a los 21’ y a los 25’ de juego, primero Filipelli de cabeza y luego
Tempone, que entra al arco con pelota y todo, ponen la bronca contra la red.
María Lefteroff, la mejor alumna de la escuela, encargada de pasar las chapas
con el score, pone el 1 a 2. El estadio late en un silencio de hielo. A los 29’
y a los 34’, los aguadeños convierten dos
goles más por obra de Lauría, combinando con
Dorronzoro y Segura. El juego de La Aguada se hace tan medido y sin errores que
hasta sus escasos partidarios dejan de gritar y se sientan a temblar como hojas
sin animarse a un gesto o una palabra por miedo a romper el encanto. El ángel
del fútbol ha bajado a la cancha y es tan patente su aleteo que todos los
presentes quedan sumidos en un estado de recogimiento y estupor.
En su deslumbre, Lapegna no puede evitar sancionar
esos cuatro goles de naufragio. Luego, alertado por el arrebato de la barra
local, comienza a extender una red de sanciones que tienen como único objetivo
desarbolar la inspiración visitante. Entre los 35’ y los 42’, el árbitro les
anula dos goles, deja de contar otros tantos penales y termina por decretar el
final del primer tiempo con tres minutos de antelación.
Durante el
intervalo, y mientras la banda se entretiene en la ejecución de marchas
militares, advierto un constante flujo de espectadores hacia la salida, sobre
todo, mujeres y niños.
Quince
minutos después, La Aguada no aparece. El equipo local está formado y el referí
con el brazo en alto consulta el reloj. Miro hacia los vestuarios. Nadie. De
golpe, por otro sector, a la carrera, uno tras otro, ingresan los jugadores
visitantes. Después sabré que debieron salir rompiendo un vidrio por el
tragaluz del baño. Pero el partido va a cambiar una vez más. La hinchada local,
soliviantada en cánticos de asalto, se desplaza hacia delante. A medida que
oscurece, abandonando las gradas, la cerrada línea humana avanza arrastrando
sillas y bancos hasta el borde mismo del campo de juego y cada vez que los
jugadores de La Aguada se desplazan por los laterales los espectadores los
alcanzan con escupitajos. Los visitantes optan por volcar el juego al centro.
No es difícil de imaginar que la consigna es durar cerrando la defensa. A los
20 minutos el juego se parece cada vez más a una cacería. De cada diez fouls de
Urdampilleta el ecuánime de Claromecó tiene la bondad de cobrar uno. A los 26’
y a los 29’, La Blunda y Ríos salen lesionados. A los 39’, es el principio del
fin. Por el centro, Filipelli recibe de Paz y rompiendo el libreto intenta una
acción individual. Cruza la mitad de la cancha, elude a dos hombres, pero se
acerca demasiado al lateral. Alguien del público intenta una zancadilla.
Filipelli salta sobre la pierna, esquiva un empujón, gambetea al número 3 que
se le viene encima, con una finta deja atrás al arquero y enfila un descontrolado
taponazo que no sólo llega a la red sino que antes hace saltar en astillas los
anteojos del cabo Matos de la Provincial que en su desesperación por impedir el
gol había entrado a la cancha e intentaba cubrir el arco. Fuera de sí por la
carambola el policía se lanza tras el lateral izquierdo, pero la 45, la gorra,
las botas y el vino lo hacen demasiado pesado. Enfurecido, en medio de una
lluvia de cascotes que vuelan por sobre su cabeza, el hombre desenvaina el arma
y efectúa varios disparos sobre el jugador. Pero sin anteojos no ve bien y si a
esto se suma que Francisco Filipelli salta de aquí para allá como una rana
haciendo pantomimas delante de los jugadores locales, se comprenderá por qué
las balas del cabo van a dar sobre la humanidad de Camacho, Durañona y
Lopérfido.
Desde ambos
costados de la cancha la hinchada local se derrumba sobre los jugadores visitantes.
Éstos a su vez corre en brazos de sus escasos partidarios en busca de refugio.
En medio de la desigual gresca, vuelven a llover los gases, se nubla el campo
de batalla y desde la burbuja de mi cabina me siento un extraterrestre y no veo
más nada. Se escuchan tiros, gritos, reverberan fogonazos. Una voz en falsete
pide calma por el micrófono.
El viento
despelleja la humareda. El paisaje es lunar. A mis pies, la turba recorre las
graderías revoleando prendas tintas en sangre. Las incendia. Blande gritos de
guerra hasta romperse la garganta. En el campo se han encendido un par de luces
mortecinas. Miro el reloj: 19,39. Oscurece sobre el campo municipal de
Urdampilleta, el mismo de las fiestas patrias, de los bailes de la primavera,
de la coronación de la reina del trigo, de las competencias intercolegiales. El
mismo pero otro. A cada instante espero despertar sabiendo que estoy despierto.
Víctor Lapegna está otra vez allí, en medio del campo, con su pantaloncito y su
camisa negra bien planchada y almidonada, convocando a los jugadores. Se ve que
al hombre no le gustan las historias sin final.
El partido va a continuar. De un lado, ocho
jugadores, del otro, el vacío. Suena un silbato lúgubre y la pelota comienza a
rodar en la penumbra. Por cronómetro quedan cuatro minutos de juego pero
Urdampilleta emplea seis para hacer cuatro goles, con profusión de pases,
chilenas y pelotas al toque, rabiosamente festejadas por los delirantes. María,
que de milagro sigue sentada en su banquito junto al tablero, hace pasar los
números y pone el 5 a 5. Un gol más y la copa es de Urdampilleta. Víctor
Lapegna levanta el dedo y lo enseña a las fieras: un minuto. Las fieras contestan con una estampida gutural. Ladino
mueve para Troncoso, Troncoso para García Guadagna, García Guadagna para Porco,
Porco otra vez para García Guadagna y éste para Ladino que de golpe inspirado,
se lanza a toda máquina contra el equipo fantasma. En ese instante lo veo. Un
hombre flaco, descalzo y en calzoncillos ingresa a la cancha. A pesar de la
escasa luz reconozco a De Gregorio, el arquero de La Aguada. Como emergiendo de
un sueño el hombre corre, se apodera de la pelota larga enviada por Ladino y la
para. El rebaño hierve en gárgaras de sangre. El hombre en calzoncillos sonríe.
El juego se detiene. Cada jugador clavado en su sitio. De Gregorio levanta la
pelota y la hace picar repetidas veces sobre su empeine descalzo. Un solo
estribillo brota como látigo del averno. Por fin se decide. Sale disparado con
la pelota al pie en medio del estupor general. Los de Urdampilleta comienzan a
reaccionar. De Gregorio elude a un hombre; dos, tres. Es el fuego sagrado. Es el
ángel que vuelve. Está próximo al área chica. La tribuna se estremece en un
gemido desgarrado. Dos hombres le dan alcance. De Gregorio los driblea con una
facilidad asombrosa, está frente al arco. En ese instante un civil de bigote
que está próximo al área chica extrae un revolver y caminando por la línea
lateral apunta. Todos gritan: ¡Tirale!
Finalmente dispara, mientras De Gregorio, convertido en equipo unipersonal,
semidesnudo y descalzo empalma con la zurda un tiro alto que el arquero rechaza
con el puño. La pelota vuelve otra vez a los pies de Oscar Rubén De Gregorio,
indemne, solo frente al arco. La escena se congela. O tira De Gregorio, o tira
el del revólver. El resto de equipo comprende que todo es inútil y se detiene.
Tiran ambos. La bala alcanza la pierna lanzada y la pelota sale de todos modos
despedida con violencia, directa a las manos del arquero. Pero la detonación lo
sorprende, la pelota se le resbala de los dedos y mansa, inevitable, se desliza
hasta el fondo de la red. Un solo grito de dolor y alegría hace astillas el
espacio que cae convertido en vidrio molido sobre el aquelarre.
Tumba el eco. El árbitro mira el reloj y no
se atreve. Da una pitada tímida que en el silencio suena como un trueno y se
dirige a los vestuarios, primero caminando, luego a escape. La niña María
Lefteroff no llega a tocar los números. Un brazo la aferra de la cintura y la
lleva en el aire. Los pocos focos se apagan. Bajo la luz de la luna que asoma
entre los tablones quebrados la horda invade la cancha y se echa sobre el
cuerpo caído de De Gregorio.
Cuando recupero el dominio de mí mismo es
noche cerrada. Gano la calle por un agujero en la alambrada. Mientras me dirijo
al diario veo siempre lo mismo: los restos de De Gregorio arrastrados por el
césped y arrojados a la caja de un camión junto a una masa informe.
La Aguada vino a Urdampilleta con: De
Gregorio, Hopen y Ríos, La Blunda, Cafati y Tempone, Filipelli, Villaflor,
Dorronzoro, Segura y Lauría. ¿Dónde están ellos o sus cuerpos? ¿Quién es el
civil de pelo corto y bigote? ¿Dónde está la niña María Lefteroff?
PD: A la salida del diario me
alcanza un colega a la carrera y me advierte: “arriba hay unos tipos. Leyeron
las galeras. Te buscan”.